Vetustia. Literatura y cine en La Regenta, de Leopoldo Alas "Clarín".

Este blog nace con la necesidad de colgar el trabajo final del curso El cine, un recurso didáctico del Aula Virtual de Formación del Profesorado de EducaMadrid. Este es un blog con un fin didáctico. Se trata de desarrollar una serie de recursos didácticos que permitan analizar y comparar un texto literario narrativo con su análogo cinematográfico. Para ello se proponen una serie de actividades a partir de las dos versiones de la misma obra, en este caso La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín. Estas actividades se dirigen a alumnos de 4º ESO y 2º BACH en particular y, en general, a cualquier persona interesada en estos menesteres. Por lo tanto, el autor de las actividades autoriza y agradece su uso a todo docente interesado/a en su uso.

Todos los fragmentos de la novela están extraídos de la edición digital de la Biblioteca Virtual Cervantes, basada en la edición de Madrid, Librería de Fernando Fé, 1900.



http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12473959873481628265679/index.htm


Todas las secuencias están extraídas de la serie de Televisión Española La Regenta, adaptada y dirigida por Méndez-Leite en 1995.



http://www.rtve.es/television/la-regenta/

Vetusta. La descripción y el espacio.

Este es el principio de la inmortal novela. Después de leerlo, pincha en el vídeo que le sigue. Es la parte que le corresponde de la adaptación cinematográfica:

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.

Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña. -Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies.



Propuesta de actividades:
  1. Comparando las dos versiones, ¿Cuál de las dos te parece más rica en detalles? Indica aspectos que aparezcan en una pero no en la otra.
  2. ¿Qué es una voz en off?
  3. La versión cinematográfica utiliza además de la imagen el lenguaje oral. ¿Podrías indicar como reparte entre las dos el texto literario? Para ello puedes subrayar en el texto las palabras de la voz en off del narrador.
  4. Fíjate en los remolinos que se describen en el primer párrafo. ¿Cómo se ha llevado a la versión cinematográfica esa parte? ¿Crees que se ha conseguido el mismo efecto que en el texto escrito? ¿Por qué?
  5. La segunda parte del texto se centra en la torre de la catedral.¿Qué aspectos del texto literario no pueden recogerse en el lenguaje cinematográfico?

Los personajes I. Ana Ozores, la Regenta.

Ana Ozores, La Regenta, es la esposa de don Víctor Quintanar ex-regente de la Audiencia y hombre mayor que ella. La Regenta buscará en la religión un sentido a su vida monótona y aburrida.
Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de confesión.
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.
-«¡Confesión general!» -estaba pensando-. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.
Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.
«Ni madre ni hijos».
Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. -Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova. -¿Qué habría sido de él?-. El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias. Era el caso que ella tenía una mamá que le daba todo lo que quería, que la apretaba contra su pecho y que la dormía cantando cerca de su oído:
Sábado, sábado, morena,
cayó el pajarillo en trena
con grillos y con cadenaaa...
Y esto otro:
Estaba la pájara pinta
a la sombra de un verde limón...
Estos cantares los oía en una plaza grande a las mujeres del pueblo que arrullaban a sus hijuelos...
Y así se dormía ella también, figurándose que era la almohada el seno de su madre soñada y que realmente oía aquellas canciones que sonaban dentro de su cerebro. Poco a poco se había acostumbrado a esto, a no tener más placeres puros y tiernos que los de su imaginación.
Pensando la Regenta en aquella niña que había sido ella, la admiraba y le parecía que su vida se había partido en dos, una era la de aquel angelillo que se le antojaba muerto. La niña que saltaba del lecho a obscuras era más enérgica que esta Anita de ahora, tenía una fuerza interior pasmosa para resistir sin humillarse las exigencias y las injusticias de las personas frías, secas y caprichosas que la criaban.
-«¡Vaya una manera de hacer examen de conciencia!» -pensó doña Ana algo avergonzada.
Salió descalza de la alcoba, cogió el devocionario que estaba sobre el tocador y corrió a su lecho. Se acostó, acercó la luz y se puso a leer con la cabeza hundida en las almohadas. Si comió carne, volvieron a ver sus ojos cargados de sueño; pero pasó adelante. Una, dos, tres hojas... leía sin saber qué. Por fin, se detuvo en un renglón que decía:
-«Los parajes por donde anduvo...».
Aquello lo entendió. Había estado, mientras pasaba hojas y hojas, pensando, sin saber cómo, en don Álvaro Mesía, presidente del casino de Vetusta y jefe del partido liberal dinástico; pero al leer: «Los parajes por donde anduvo», su pensamiento volvió de repente a los tiempos lejanos. Cuando era niña, pero ya confesaba, siempre que el libro de examen decía «pase la memoria por los lugares que ha recorrido», se acordaba sin querer de la barca de Trébol, de aquel gran pecado que había cometido, sin saberlo ella, la noche que pasó dentro de la barca con aquel Germán, su amigo... ¡Infames! La Regenta sentía rubor y cólera al recordar aquella calumnia. Dejó el libro sobre la mesilla de noche -otro mueble vulgar que irritaba el buen gusto de Obdulia- apagó la luz... y se encontró en la barca de Trébol, a medianoche, al lado de Germán, un niño rubio de doce años, dos más que ella. Él la abrigaba solícito con un saco de lona que habían encontrado en el fondo de la barca. Ella le había rogado que se abrigara él también. Debajo del saco, como si fuera una colcha, estaban los dos tendidos sobre el tablado de la barca, cuyas bandas obscuras les impedían ver la campiña; sólo veían allá arriba nubes que corrían delante de la cara de la luna.
-¿Tienes frío? -preguntaba Germán.
Y Ana respondía, con los ojos muy abiertos, fijos en la luna que corría, detrás de las nubes:
-¡No!
-¿Tienes miedo?
-¡Ca!
-Somos marido y mujer -decía él.
-¡Yo soy una mamá!
Y oía debajo de su cabeza un rumor dulce que la arrullaba como para adormecerla; era el rumor de la corriente.
Se habían contado muchos cuentos. Él había contado además su historia. Tenía papá en Colondres y mamá también.
-¿Cómo era una mamá?
Germán lo explicaba como podía.
-¿Dan muchos besos las mamás?
-Sí.
-¿Y cantan?
-Sí, yo tengo una hermanita que le cantan. Yo ya soy grande.
-¡Y yo soy una mamá!
Después venía la historia de ella. Vivía en Loreto, una aldea, algo lejos de la ría por aquel lado, pero tocando con el mar por allá arriba, por el arenal. Vivía con una señora que se llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy maliciosa».
Le decían que tenía un papá que la quería mucho y era el que mandaba los vestidos y el dinero y todo. Pero él no podía venir, porque estaba matando moros. La castigaban mucho, pero no la pegaban; eran encierros, ayunos y el castigo peor, el de acostarse temprano. Se escapaba por la puerta del jardín y corría llorando hacia el mar; quería meterse en un barco y navegar hasta la tierra de los moros y buscar a su papá. Algún marinero la encontraba llorando y la acariciaba. Ella le proponía el viaje, el marinero se reía, le decía que sí, la cogía en los brazos, pero el pícaro la llevaba a casa del aya y la volvían al encierro. Una tarde se había escapado por otro camino, pero no encontraba el mar. Había pasado junto a un molino; un perro le había cerrado el paso al atravesar el puente de la acequia, hecho con un tronco hueco de castaño; Ana se había echado sobre el tronco porque se mareaba viendo el agua blanca que ladraba debajo como el perro enfrente de ella. El perro había pasado por encima de Anita; no había querido morderla. Ella entonces, desde la otra orilla, le llamó y le dijo:
-Chito, toma, ahí tienes eso.
Era su merienda que llevaba en un bolsillo; un poco de pan con manteca mojado en lágrimas.
Casi siempre comía el pan de la merienda salado por las lágrimas. Cuando estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del hombre, lloraba de rabia. Había encontrado después del molino un bosque y lo había cruzado corriendo, cantando, y eso que tenía aún los ojos llenos de llanto, pero cantaba de miedo. Al salir del bosque había visto un prado de yerba muy verde y muy alta...
-¿Y allí estaba yo, verdad? -gritó Germán.
-Es verdad.
-Y te dije si querías embarcarte en la barca de Trébol, que el barquero había sido mi criado, y yo era de Colondres, que está al otro lado de la ría.
-Es verdad.
La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino de posterior recuerdo en que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche.
Después se habían dormido. Ya era de día cuando los despertó una voz que gritaba desde la orilla de Colondres. Era el barquero que veía su barca en un islote que dejaba el agua en medio de la ría al bajar la marea. El barquero los riñó mucho. A ella la condujo a Loreto un hijo de aquel hombre; pero en el camino los halló un criado del aya. Andaban buscándola por todo el mundo. Creían que se había caído al mar. Doña Camila estaba enferma del susto, en cama. El hombre que besaba al aya cogió a Anita por un brazo y se lo apretó hasta arrancarle sangre. Pero ella no lloró.
Le preguntaron dónde había pasado la noche y no quiso contestar por temor de que castigaran a Germán si se sabía. La encerraron, no le dieron de comer aquel día, pero no declaró nada. A la mañana siguiente el aya hizo llamar al barquero de Trébol. Según aquel hombre, los niños se habían concertado para pasar juntos una noche en la barca. ¿Quién lo diría? Ana confesó al cabo que habían dormido juntos, pero que había sido sin querer. Su propósito había sido hacerse dueños de la barca una noche, aunque los riñeran en casa, pasar de orilla a orilla ellos solos, tirando por la cuerda, y después volverse él a Colondres y ella a Loreto. Pero el agua de la ría se había marchado, la barca tropezó en el fondo con las piedras en mitad del pasaje y por más esfuerzos que habían hecho no habían conseguido moverla. Y se habían acostado y se habían dormido. De haber podido romper la cuerda que sujetaba la lancha se hubieran ido a la tierra del moro, porque Germán sabía el camino por el mar; ella hubiera buscado a su papá y él hubiera matado muchos moros; pero la cuerda era muy fuerte. No pudieron romperla y se acostaron para contarse cuentos de dormir.
Lo mismo había referido Germán al barquero, pero no se creyó la historia.
¡Qué escándalo! doña Camila cogió a Anita por la garganta y por poco la ahoga. Después dijo un refrán desvergonzado en que se insultaba a su madre y a ella, según comprendió mucho más tarde, porque entonces no entendía aquellas palabras.
Doña Camila culpaba al hombre que le daba besos, de las picardías de la niña.
-Tú le has abierto los ojos con tus imprudencias.
Anita no entendía y el hombre, el señor del aya, reía a carcajadas.
Desde aquel día el hombre la miraba con llamaradas en los ojos, y sonreía, y en cuanto salía de la habitación el aya le pedía besos a ella, pero nunca quiso dárselos.
Vino un cura y se encerró con Ana en la alcoba de la niña y le preguntó unas cosas que ella no sabía lo que eran. Más adelante meditando mucho, acabó por entender algo de aquello. Se la quiso convencer de que había cometido un gran pecado. La llevaron a la iglesia de la aldea y la hicieron confesarse. No supo contestar al cura y este declaró al aya que no servía la niña para el caso todavía, porque por ignorancia o por malicia, ocultaba sus pecadillos. Los chicos de la calle la miraban como el hombre que besaba a doña Camila; la cogían por un brazo y querían llevársela no sabía a dónde. No volvió a salir sin el aya. A Germán no había vuelto a verle.
-He escrito a tu papá diciéndole lo que tú eres. En cuanto cumplas los once años, irás a un colegio de Recoletas.
Esta amenaza de doña Camila no pasó de amenaza, pero Ana no sentía salir de Loreto, ir donde quiera.
Desde entonces la trataron como a un animal precoz. Sin enterarse bien de lo que oía, había entendido que achacaban a culpas de su madre los pecados que la atribuían a ella...
Al llegar a este punto de sus recuerdos la Regenta sintió que se sofocaba, sus mejillas ardían. Encendió luz, apartó de sí la colcha pesada y sus formas de Venus, algo flamenca, se revelaron exageradas bajo la manta de finísima lana de colores ceñida al cuerpo. La colcha quedó arrugada a los pies.
Aquellos recuerdos de la niñez huyeron, pero la cólera que despertaron, a pesar de ser tan lejana, no se desvaneció con ellos.
-«¡Qué vida tan estúpida!»- pensó Ana, pasando a reflexiones de otro género.
Aumentaba su mal humor con la conciencia de que estaba pasando un cuarto de hora de rebelión. Creía vivir sacrificada a deberes que se había impuesto; estos deberes algunas veces se los representaba como poética misión que explicaba el por qué de la vida. Entonces pensaba:
-«La monotonía, la insulsez de esta existencia es aparente; mis días están ocupados por grandes cosas; este sacrificio, esta lucha es más grande que cualquier aventura del mundo».
En otros momentos, como ahora, tascaba el freno la pasión sojuzgada; protestaba el egoísmo, la llamaba loca, romántica, necia y decía: -¡Qué vida tan estúpida!
Esta conciencia de la rebelión la desesperaba; quería aplacarla y se irritaba. Sentía cardos en el alma. En tales horas no quería a nadie, no compadecía a nadie. En aquel instante deseaba oír música; no podía haber voz más oportuna. Y sin saber cómo, sin querer se le apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los balcones de Rosina:
Ecco ridente il ciel...
La respiración de la Regenta era fuerte, frecuente; su nariz palpitaba ensanchándose, sus ojos tenían fulgores de fiebre y estaban clavados en la pared, mirando la sombra sinuosa de su cuerpo ceñido por la manta de colores.
Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la aspereza de espíritu que la mortificaba.
-¡Si yo tuviera un hijo!... ahora... aquí... besándole, cantándole...
Huyó la vaga imagen del rorro, y otra vez se presentó el esbelto don Álvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como saludaba el rey Amadeo.
Mesía al saludar humillaba los ojos, cargados de amor, ante los de ella imperiosos, imponentes.
Sintió flojedad en el espíritu. La sequedad y tirantez que la mortificaban se fueron convirtiendo en tristeza y desconsuelo...
Ya no era mala, ya sentía como ella quería sentir; y la idea de su sacrificio se le apareció de nuevo; pero grande ahora, sublime, como una corriente de ternura capaz de anegar el mundo. La imagen de don Álvaro también fue desvaneciéndose, cual un cuadro disolvente; ya no se veía más que el gabán blanco y detrás, como una filtración de luz, iban destacándose una bata escocesa a cuadros, un gorro verde de terciopelo y oro, con borla, un bigote y una perilla blancos, unas cejas grises muy espesas... y al fin sobre un fondo negro brilló entera la respetable y familiar figura de su don Víctor Quintanar con un nimbo de luz en torno. Aquel era el sujeto del sacrificio, como diría don Cayetano. Ana Ozores depositó un casto beso en la frente del caballero.
Y sintió vehementes deseos de verle, de besarle en realidad como al cuadro disolvente.
Mala hora, sin duda, era aquella.
Pero la casualidad vino a favorecer el anhelo de la casta esposa. Se tomó el pulso, se miró las manos; no veía bien los dedos, el pulso latía con violencia, en los párpados le estallaban estrellitas, como chispas de fuegos artificiales, sí, sí, estaba mala, iba a darle el ataque; había que llamar; cogió el cordón de la campanilla, llamó. Pasaron dos minutos. ¿No oían?... Nada. Volvió a empuñar el cordón... llamó. Oyó pasos precipitados. Al mismo tiempo que por una puerta de escape entraba Petra, su doncella, asustada, casi desnuda, se abrió la colgadura granate y apareció el cuadro disolvente, el hombre de la bata escocesa y el gorro verde, con una palmatoria en la mano.
-¿Qué tienes, hija mía? -gritó don Víctor acercándose al lecho.
«Era el ataque, aunque no estaba segura de que viniese con todo el aparato nervioso de costumbre; pero los síntomas los de siempre; no veía, le estallaban chispas de brasero en los párpados y en el cerebro, se le enfriaban las manos, y de pesadas no le parecían suyas...». Petra corrió a la cocina sin esperar órdenes; ya sabía lo que se necesitaba, tila y azahar.
Don Víctor se tranquilizó. «Estaba acostumbrado al ataque de su querida esposa; padecía la infeliz, pero no era nada».
-No pienses en ello, que ya sabes que es lo mejor.
-Sí, tienes razón; acércate, háblame, siéntate aquí.
Don Víctor se sentó sobre la cama y depositó un beso paternal en la frente de su señora esposa. Ella le apretó la cabeza contra su pecho y derramó algunas lágrimas. Notadas que fueron las cuales por don Víctor exclamó este:
-¿Ves? ya lloras; buena señal. La tormenta de nervios se deshace en agua; está conjurado el ataque, verás como no sigue.
En efecto, Ana comenzó a sentirse mejor. Hablaron. Ella manifestó una ternura que él le agradeció en lo que valía. Volvió Petra con la tila.
Don Víctor observó que la muchacha no había reparado el desorden de su traje, que no era traje, pues se componía de la camisa, un pañuelo de lana, corto, echado sobre los hombros y una falda que, mal atada al cuerpo, dejaba adivinar los encantos de la doncella, dado que fueran encantos, que don Víctor no entraba en tales averiguaciones, por más que sin querer aventuró, para sus adentros, la hipótesis de que las carnes debían de ser muy blancas, toda vez que la chica era rubia azafranada...
Con la tila y el azahar Anita acabó de serenarse. Respiró con fuerza; sintió un bienestar que le llenó el alma de optimismo.
«¡Qué solícita era Petra! y su Víctor ¡qué bueno!».
«Y había sido hermoso, no cabía duda. Verdad era que sus cincuenta y tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general. No parecía un Regente de Audiencia jubilado, sino un ilustre caudillo en situación de cuartel».
Petra, temblando de frío, con los brazos cruzados, unos blanquísimos brazos bien torneados, se retiró discretamente, pero se quedó en la sala contigua esperando órdenes.
Ana se empeñó en que Quintanar -casi siempre le llamaba así- bebiese aquella poca tila que quedaba en la taza.
¡Pero si don Víctor no creía en los nervios! ¡Si estaba sereno! Muerto de sueño, pero tranquilo.
«No importaba. Era un capricho. No lo conocía él, pero se había asustado».
-Que no, hija mía; que te juro...
-Que sí, que sí...
Don Víctor tomó tila y acto continuo bostezó enérgicamente.
-¿Tienes frío?
-¡Frío yo!
Y pensó que dentro de tres horas, antes de amanecer, saldría con gran sigilo por la puerta del parque -la huerta de los Ozores-. Entonces sí que haría frío, sobre todo, cuando llegaran al Montico, él y su querido Frígilis, su Pílades cinegético, como le llamaba. Iban de caza; una caza prohibida, a tales horas, por la Regenta. Anita no dejó a Víctor tan pronto como él quisiera. Estaba muy habladora su querida mujercita. Le recordó mil episodios de la vida conyugal siempre tranquila y armoniosa.
-¿No quisieras tener un hijo, Víctor? -preguntó la esposa apoyando la cabeza en el pecho del marido.
-¡Con mil amores! -contestó el ex-regente buscando en su corazón la fibra del amor paternal. No la encontró; y para figurarse algo parecido pensó en su reclamo de perdiz, escogidísimo regalo de Frígilis.
-«Si mi mujer supiera que sólo puedo disponer de dos horas y media de descanso, me dejaría volver a la cama».
Pero la pobrecita lo ignoraba todo, debía ignorarlo. Más de media hora tardó la Regenta en cansarse de aquella locuacidad nerviosa. ¡Qué de proyectos! ¡qué de horizontes de color de rosa! Y siempre, siempre juntos Víctor y ella.
-¿Verdad?
-Sí, hijita mía, sí; pero debes descansar; te exaltas hablando...
-Tienes razón; siento una fatiga dulce... Voy a dormir.
Él se inclinó para besarle la frente, pero ella echándole los brazos al cuello y hacia atrás la cabeza, recibió en los labios el beso. Don Víctor se puso un poco encarnado; sintió hervir la sangre. Pero no se atrevió. Además, antes de tres horas debía estar camino del Montico con la escopeta al hombro. Si se quedaba con su mujer, adiós cacería... Y Frígilis era inexorable en esta materia. Todo lo perdonaba menos faltar o llegar tarde a un madrugón por el estilo.
-«Sálvense los principios»- pensó el cazador.
-¡Buenas noches, tórtola mía!
Y se acordó de las que tenía en la pajarera.
Y después de depositar otro beso, por propia iniciativa, en la frente de Ana, salió de la alcoba con la palmatoria en la diestra mano; con la izquierda levantó el cortinaje granate; volviose, saludó a su esposa con una sonrisa, y con majestuoso paso, no obstante calzar bordadas zapatillas, se restituyó a su habitación que estaba al otro extremo del caserón de los Ozores.

Propuesta de Actividades:

  1. La Regenta no ha tenido una infancia muy afortunada: sin padres y criada por doña Camila, su aya, en un ambiente opresivo y culpabilizador. Señala en el texto los pasajes referentes a ello.
  2. Hay un episodio concreto en su infancia que marca su personalidad y le crea una gran conciencia de pecado. ¿Cuál es? Resúmelo.
  3. ¿Es feliz la Regenta? ¿Qué piensa de la vida? ¿Cómo cree que su vida podría ser más feliz? Señálalo en el texto.
  4. Su personalidad atormentada afecta a su salud física. ¿De qué manera?
  5. En medio de su crisis nerviosa, ¿de quién se acuerda?
  6. ¿Cómo es la actitud de don Víctor respecto a su esposa? Coméntalo.
  7. El texto literario siempre ofrece más información que el texto cinematográfico. ¿Qué aspectos del texto no se reflejan en este último?

Los personajes II. Don Fermin de Pas, el Magistral, y su madre, doña Paula.

El joven Magistral de la catedral, don Fermín de Pas, hombre apuesto y ambicioso, se convierte en el director espiritual de Ana. Al término de una confesión general don Fermín se siente atraído por la Regenta. Doña Paula, madre del Magistral, comprueba un cambio en el comportamiento de su hijo, y le advierte del riesgo que para su ascenso en la carrera eclesiástica puede suponer un lío de faldas:
-¿Qué te quiere esa señora? -preguntó doña Paula en cuanto se vio a solas con su hijo.
-No sé; aún no he abierto la carta.
-¿Una carta?
-Sí, esa.
Don Fermín hubiera deseado a su madre a cien leguas. No podía ocultar la impaciencia, a pesar del dominio sobre sí mismo, que era una de sus mayores fuerzas; ansiaba poder leer la carta, y temía ruborizarse delante de su madre. «¿Ruborizarse?» sí, sin motivo, sin saber por qué; pero estaba seguro de que, si abría aquel sobre delante de doña Paula, se pondría como una cereza. Cosas de los nervios. Pero su madre era como era.
Doña Paula se sentó en el borde de una silla, apoyó los codos sobre la mesa, que era de las llamadas de ministro, y emprendió la difícil tarea de envolver un cigarro de papel, gordo como un dedo. Doña Paula fumaba; pero «desde que eran de la catedral» fumaba en secreto, sólo delante de la familia y algunos amigos íntimos.
El Magistral dio dos vueltas por el despacho y en una de ellas cogió disimuladamente la carta de la Regenta y la guardó en un bolsillo interior, debajo de la sotana.
-Adiós, madre; voy a dar los días al señor de Carraspique.
-¿Tan temprano?
-Sí, porque después se llena aquello de visitas y tengo que hablarle a solas.
-¿No la lees?
-¿Qué he de leer?
-Esa carta.
-Luego, en la calle; no será urgente.
-Por si acaso; léela aquí, por si tienes que contestar en seguida o dejar algún recado; ¿no comprendes?
De Pas hizo un gesto de indiferencia y leyó la carta.
Leyó en alta voz. Otra cosa hubiera sido despertar sospechas. No estaba su madre acostumbrada a que hubiera secretos para ella. «Además, ¿qué podía decir la Regenta? Nada de particular».
«Mi querido amigo: hoy no he podido ir a comulgar; necesito ver a usted antes; necesito reconciliar. No crea usted que son escrúpulos de esos contra los que usted me prevenía; creo que se trata de una cosa seria. Si usted fuera tan amable que consintiera en oírme esta tarde un momento, mucho se lo agradecería su hija espiritual y affma. amiga, q. b. s. m., ANA DE OZORES DE QUINTANAR».
-¡Jesús, qué carta! -exclamó doña Paula con los ojos clavados en su hijo.
-¿Qué tiene? -preguntó el Magistral, volviendo la espalda.
-¿Te parece bien ese modo de escribir al confesor? Parece cosa de doña Obdulia. ¿No dices que la Regenta es tan discreta? Esa carta es de una tonta o de una loca.
-No es loca ni tonta, madre. Es que no sabe de estas cosas todavía... Me escribe como a un amigo cualquiera.
-Vamos, es una pagana que quiere convertirse.
El Magistral calló. Con su madre no disputaba.
-Ayer tarde no fuiste a ver al señor de Ronzal.
-Se me pasó la hora de la cita...
-Ya lo sé; estuviste dos horas y media en el confesonario, y el señor Ronzal se cansó de esperar y no tuvo contestación que dar al señor Pablo, que se volvió al pueblo creyendo que tú y Ronzal y yo y todos somos unos mequetrefes sin palabra, que sabemos explotarlos cuando los necesitamos y cuando ellos nos necesitan los dejamos en la estacada.
-Pero, madre, tiempo hay; el chico está en el cuartel, no se los han llevado; no salen para Valladolid hasta el sábado... hay tiempo...
-Sí, hay tiempo para que se pudra en el calabozo. ¿Y qué dirá Ronzal? Si tú que estás más interesado te olvidas del asunto, ¿qué hará él?
-Pero, señora, el deber es primero.
-El deber, el deber... es cumplir con la gente, ¡Fermo! ¿Y por qué se le ha antojado al espantajo de don Cayetano encajarte ahora esa herencia?
-¿Qué herencia?
De Pas daba vueltas en una mano al sombrero de teja, de alas sueltas, y se apoyaba en el marco de la puerta, indicando deseo de salir pronto.
-¿Qué herencia? -repitió.
-Esa señora; esa de la carta, que por lo visto cree que mi hijo no tiene más que hacer que verla a ella.
-Madre, es usted injusta.
-Fermo, yo bien sé lo que me digo. Tú... eres demasiado bueno. Te endiosas y no ves ni entiendes.
Doña Paula creía que endiosarse valía tanto como elevar el pensamiento a las regiones celestes.
-El Arcediano y don Custodio -prosiguió- hicieron anoche comidilla de la confesata en la tertulia de doña Visitación, esa tarasca; sí señor, comidilla de la confesata de la otra; y si había durado dos horas o no había durado dos horas...
El Magistral se santiguó y dijo:
-¿Ya murmuran? ¡Infames!
-Sí, ¡ya! ¡ya! y por eso hablo yo: porque estas cosas, en tiempo. ¿Te acuerdas de la Brigadiera? ¿Te acuerdas de lo que me dio que hacer aquella miserable calumnia por ser tú noble y confiadote?... Fermo, te lo he dicho mil veces; no basta la virtud, es necesario saber aparentarla.
-Yo desprecio la calumnia, madre.
-Yo no, hijo.
-¿No ve usted cómo a pesar de sus dicharachos yo los piso a todos?
-Sí, hasta ahora; pero ¿quién responde? Tantas veces va el cántaro a la fuente... Don Fortunato es una malva, corriente; no es un Obispo, es un borrego, pero...
-¡Le tengo en un puño!
-Ya lo sé, y yo en otro; pero ya sabes que es ciego cuando se empeña en una cosa; y si Su Ilustrísima polichinela da otra vez en la manía de que pueden decir verdad los que te calumnian, estás perdido.
-Don Fortunato no se mueve sin orden mía.
-No te fíes, es porque te cree infalible; pero el día que le hagan ver tus escándalos...
-¿Cómo ha de ver eso, madre?
-Bueno, ya me entiendes; creerlos como si los viera; ese día estamos perdidos; la malva, el polichinela, el borrego será un tigre, y del Provisorato te echa a la cárcel de corona.
-Madre... está usted exaltada... ve usted visiones.
-Bueno, bueno; yo me entiendo.
Doña Paula se puso en pie y arrojó la punta del pitillo apurada y sucia.
Prosiguió:
-No quiero más cartitas; no quiero conferencias en la catedral; que vaya al sermón la señora Regenta si quiere buenos consejos; allí hablas para todos los cristianos; que vaya a oírte al sermón y que me deje en paz.
-¿Con que Glocester?...
-Sí, y don Custodio.
-Y a usted ¿quién le ha dicho?...
-El Chato.
-¿Campillo?
-El mismo.
-Pero ¿qué han visto? ¿Qué pueden decir esos miserables? ¿cómo se habla de estas cosas en una tertulia de señoras? ¿cómo entiende esta gente el respeto a las cosas sagradas?
-¡Ta, ta, ta, ta! Envidia, pura envidia. ¿Respeto? Dios lo dé. El Arcediano querría confesar a la de Quintanar, es natural, él es muy amigo de darse tono, y de que digan... ¡Dios me perdone! pero creo que le gusta que murmuren de él, y que digan si enamora a las beatas o no las enamora... ¡Es un farolón... y un malvado!
-Madre, usted exagera; ¿cómo un sacerdote?...
-Fermo, tú eres un papanatas; el mundo está perdido: por eso todos piensan mal y por eso hay que andar con cien ojos... Hay que aparentar más virtud que se tiene, aunque se sea un ángel. ¿No sabes que de nosotros dicen mil perrerías? Glocester, don Custodio, Foja, don Santos y el mismísimo don Álvaro Mesía, con toda su diplomacia, pasan la vida desacreditándote. Si hacemos y acontecemos en palacio (doña Paula empezó a contar por los dedos); si nos comemos la diócesis; si entramos en el Provisorato desnudos y ahora somos los primeros accionistas del Banco; si tú cobras esto y lo otro; si nuestros paniaguados andan por ahí como esponjas recogiendo el oro y el moro, para venir a soltarlo en la alberca de casa; si el Obispo es un maniquí en nuestras manos; si vendemos cera, si vendemos aras, si tú hiciste cambiar las de todas las parroquias del Obispado para que te compraran a ti las nuevas; si don Santos se arruina por culpa nuestra y no del aguardiente; si tú robas a los que piden dispensas; si te comes capellanías; si yo cobro diezmos y primicias en toda la diócesis; si...
-¡Basta, madre, basta por Dios!
-Y por contera tus amoríos, tus abusos de consejero espiritual. Tú (vuelta a contar por los dedos, pero además con pataditas en el suelo, como llevando el compás) tienes fanatizado a medio pueblo; las de Carraspique se han metido monjas por culpa tuya, y una de ellas está muriendo tísica por culpa tuya también, como si tú fueras la humedad y la inmundicia de aquella pocilga; tú tienes la culpa de que no se case la de Páez, la primera millonaria de Vetusta, que no encuentra novio que le agrade... por culpa tuya.
-Madre...
-¿Qué más? Hasta les parece mal que enseñes la doctrina a las niñas de la Santa Obra del Catecismo...
-¡Miserables!
-Sí, miserables; pero van siendo muchos miserables, y el día menos pensado nos tumban.
-Eso no, madre -gritó el Magistral perdiendo el aplomo, con las mejillas cárdenas y las puntas de acero, que tenía en las pupilas, erizadas como dispuestas a la defensa-. ¡Eso no, madre! Yo los tengo a todos debajo del zapato, y los aplasto el día que quiero. Soy el más fuerte. Ellos, todos, todos, sin dejar uno, son unos estúpidos; ni mala intención saben tener.
Doña Paula sonrió, sin que su hijo lo notase. «Así te quiero» pensó, y siguió diciendo:
-Pero el único flaco que podemos presentarles es este, Fermo; bien lo sabes; acuérdate de la otra vez.
-Aquella era una... mujer perdida.
-Pero te engañó ¿verdad?
-No, madre; no me engañó; ¿qué sabe usted?
Los ojos de doña Paula eran un par de inquisidores. Aquello de la Brigadiera nunca había podido aclararlo. Sólo sabía, por su mal, que había sido un escándalo que apenas se pudo sofocar antes que fuera tarde. A De Pas le repugnaban tales recuerdos. Eran cosas de la juventud. ¡Qué necedad temer que él volviese a descuidarse ahora, a los treinta y cinco años! Entonces, en la época de la Brigadiera no tenía él experiencia, le halagaba la vanagloria, le seducía y mareaba el incienso de la adulación.
«Si mi madre me viera por dentro, no tendría esos temores con que ahora me mortifica».
Doña Paula insistió en pintarle los peligros de la calumnia; sabía que le lastimaba el alma, pero a su juicio era un dolor necesario, porque temía para su hijo la caída de Salomón.
La madre de don Fermín creía en la omnipotencia de la mujer. Ella era buen ejemplo. No temía que las intrigas del Cabildo pudiesen gran cosa contra el prestigio de su Fermín, que era el instrumento de que ella, doña Paula, se valía para estrujar el Obispado. Fermín era la ambición, el ansia de dominar; su madre la codicia, el ansia de poseer. Doña Paula se figuraba la diócesis como un lagar de sidra de los que había en su aldea; su hijo era la fuerza, la viga y la pesa que exprimían el fruto, oprimiendo, cayendo poco a poco; ella era el tornillo que apretaba; por la espiga de acero de su voluntad iba resbalando la voluntad, para ella de cera, de su hijo; la espiga entraba en la tuerca, era lo natural. «Era mecánico» como decía don Fermín explicando religión. «Pero a una mujer otra mujer» pensaba el tornillo. «Su hijo era joven todavía, podían seducírselo, como ya otra vez habían intentado y acaso conseguido». Ella creía en la influencia de la mujer, pero no se fiaba de su virtud. «¡La Regenta, la Regenta! dicen que es una señora incapaz de pecar, pero ¿quién lo sabe?». Algo había oído de lo que se murmuraba. Era amiga de algunas beatas de las que tienen un pie en la iglesia y otro en el mundo; estas señoras son las que lo saben todo, a veces aunque no haya nada. Le habían dicho, sobre poco más o menos, y sin estilo flamenco, lo mismo que Orgaz contaba en el Casino dos días antes: que don Álvaro estaba enamorado de la Regenta, o por lo menos quería enamorarla, como a tantas otras. «Aquel don Álvaro era un enemigo de su hijo. Lo sabía ella». Ni el mismo don Fermín le tenía por enemigo, por más que varias veces había adivinado en él un rival en el dominio de Vetusta. Pero doña Paula tenía superior instinto; veía más que nadie en lo que interesaba al poderío de su hijo. «Aquel don Álvaro era otro buen mozo, listo también, arrogante, hombre de mundo; tenía el prestigio del amor, contaba con las mujeres respectivas de muchos personajes de Vetusta, y a veces con los personajes mismos, gracias a las mujeres; era el jefe de un partido, el brazo derecho, y la cabeza acaso, de los Vegallana... podía disputar a Fermín, con fuerzas iguales acaso, el dominio de Vetusta, de aquella Vetusta que necesitaba siempre un amo y cuando no lo tenía se quejaba de la falta «de carácter» de los hombres importantes. Y ¿por qué no había de estar ya Mesía disputando ese dominio? ¿No cabía en lo posible que la Regenta, aquella santa, y el don Alvarito, se entendieran y quisieran coger en una trampa al pobre Fermo?». Estas malas artes, por complicadas y sutiles que fuesen, las suponía fácilmente doña Paula en cualquier caso, porque ella pasaba la vida entregada a combinaciones semejantes. De estas sospechas no comunicó a su hijo más que lo suficiente para prevenirle contra la Regenta y sus confesiones de dos horas. No citó el nombre de Mesía. En los labios le retozaba esta pregunta:
«¿Pero de qué demontres hablasteis dos horas seguidas?».
No se atrevió a tanto. «Al fin su hijo era un sacerdote y ella era cristiana».
Preguntar aquello le parecía una irreverencia, un sacrilegio que hubiera puesto a Fermo fuera de sí, y no había para qué.
-Adiós, madre -dijo don Fermín cuando doña Paula calló por no atreverse con la pregunta sacrílega.
Ya estaba en la escalera el Magistral cuando oyó a su madre que decía:
-¿De modo que hoy tampoco vas a coro?
-Señora, si ya habrá concluido...
-¡Bueno, bueno! -quedó murmurando ella- no ganamos para multas.
Por fin el Magistral se vio fuera de su casa, con el placer de un estudiante que escapa de la férula de un dómine implacable.
El sol brillaba acercándose al cenit. Sobre Vetusta ni una sola nube. El cielo parecía andaluz.
Sí, pero el buen humor del Magistral se había nublado; su madre le había puesto nervioso, airado, no sabía contra quién.
«Aquel era su tirano: un tirano consentido, amado, muy amado, pero formidable a veces. ¿Y cómo romper aquellas cadenas? A ella se lo debía todo. Sin la perseverancia de aquella mujer, sin su voluntad de acero que iba derecha a un fin rompiendo por todo ¿qué hubiera sido él? Un pastor en las montañas, o un cavador en las minas. Él valía más que todos, pero su madre valía más que él. El instinto de doña Paula era superior a todos los raciocinios. Sin ella hubiera sido él arrollado algunas veces en la lucha de la vida. Sobre todo, cuando sus pies se enredaban en redes sutiles que le tendía un enemigo, ¿quién le libraba de ellas? Su madre. Era su égida. Sí, ella primero que todo. Su despotismo era la salvación; aquel yugo, saludable. Además, una voz interior le decía que lo mejor de su alma era su cariño y su respeto filial. En las horas en que a sí mismo se despreciaba, para encontrar algo puro dentro de sí, que impidiera que aquella repugnancia llegase a la desesperación, necesitaba recordar esto: que era un buen hijo, humilde, dócil... un niño, un niño que nunca se hacía hombre. ¡Él que con los demás era un hombre que solía convertirse en león!».
«Pero ahora sentía una rebelión en el alma. Era una injusticia aquella sospecha de su madre. En la virtud de la Regenta creía toda Vetusta, y en efecto era un ángel. Él sí que no merecía besar el polvo que pisaba aquella señora. ¿Quién podía temer de quién?».
En este momento comprendió la causa de su malhumor repentino. «La madre había hablado de las calumnias con que le querían perder... de las demasías de ambición, orgullo y sórdida codicia que le imputaban, de la influencia perniciosa en la vida de muchas familias que se le achacaba... pero ¿era todo calumnia? Oh, si la Regenta supiese quién era él, no le confiaría los secretos de su corazón. Por un acto de fe, aquella señora había despreciado todas las injurias con que sus enemigos le perseguían a él, no había creído nada de aquello y se había acercado a su confesonario a pedirle luz en las tinieblas de su conciencia, a pedirle un hilo salvador en los abismos que se abrían a cada paso de la vida. Si él hubiera sido un hombre honrado, le hubiera dicho allí mismo: -¡Calle usted, señora! yo no soy digno de que la majestad de su secreto entre en mi pobre morada; yo soy un hombre que ha aprendido a decir cuatro palabras de consuelo a los pecadores débiles; y cuatro palabras de terror a los pobres de espíritu fanatizados; yo soy de miel con los que vienen a morder el cebo y de hiel con los que han mordido; el señuelo es de azúcar, el alimento que doy a mis prisioneros, de acíbar;... yo soy un ambicioso, y lo que es peor, mil veces peor, infinitamente peor, yo soy avariento, yo guardo riquezas mal adquiridas, sí, mal adquiridas; yo soy un déspota en vez de un pastor; yo vendo la Gracia, yo comercio como un judío con la Religión del que arrojó del templo a los mercaderes..., yo soy un miserable, señora; yo no soy digno de ser su confidente, su director espiritual. Aquella elocuencia de ayer era falsa, no me salía del alma, yo no soy el vir bonus, yo soy lo que dice el mundo, lo que dicen mis detractores».
Como el pensamiento le llevaba muy lejos, el Magistral sintió una reacción en su conciencia, reacción favorable a su fama.
«Hagámonos más justicia» pensó sin querer, por el instinto de conservación que tiene el amor propio.
Y entonces recordó que su madre era quien le empujaba a todos aquellos actos de avaricia que ahora le sacaban los colores al rostro.
«Era su madre la que atesoraba; por ella, a quien lo debía todo, había él llegado a manosear y mascar el lodo de aquella sordidez poco escrupulosa. Su pasión propia, la que espontáneamente hacía en él estragos era la ambición de dominar; pero esto ¿no era noble en el fondo? y ¿no era justo al cabo? ¿No merecía él ser el primero de la diócesis? El Obispo ¿no le reconocía de buen grado esta superioridad moral? Bastante hacía él contentándose, por ahora, con no mandar más que en Vetusta. ¡Oh! estaba seguro. Si algún día su amistad con Ana Ozores llegaba al punto de poder él confesarse ante ella también y decirle cuál era su ambición, ella, que tenía el alma grande, de fijo le absolvería de los pecados cometidos. Los de su madre, aquellos a que le había arrastrado la codicia de su madre eran los que no tenían disculpa, los feos, los vergonzosos, los inconfesables».

Propuesta de Actividades:

  1. Para adaptar al lenguaje cinematográfico un texto literario es necesario hacer reajustes en la trama. ¿Hay el mismo número de escenas en el texto escrito que en el texto cinematográfico? Justifica tu respuesta.
  2. Describe los principales rasgos del carácter de los dos personajes: don Fermín de Pas y su madre, doña Paula. ¿Cómo es la relación madre-hijo?
  3. El Magistral y la Regenta han establecido una estrecha relación en la que el primero es el consejero espiritual de la segunda. ¿Crees que esa relación supone algo más para don Fermín de Pas? Justifica tu respuesta con extractos del texto.
  4. ¿Qué piensa doña Paula de la relación que tiene su hijo con la Regenta? ¿Qué espera doña Paula de su hijo?
  5. En el texto literario podemos conocer la reacción del Magistral frente a las palabras de su madre gracias a que se nos muestran los pensamientos del personaje gracias a los comentarios del narrador y al uso del estilo indirecto libre. Señala en el texto alguno de estos pasajes. ¿Cómo se soluciona esto en la versión cinematográfica? ¿Se consiguen los mismos efectos en el receptor de la obra?
  6. ¿Cómo se toma el Magistral la reacción de su madre ante la relación que éste mantiene con la Regenta?
  7. ¿Qué teme doña Paula de don Álvaro Mesía?
  8. En la conversación que mantienen los personajes se citan muchos integrantes de la sociedad vetustense, ¿qué opinión tiene la madre de ellos? Explícalo.

Los personajes III. Don Álvaro Mesía, el don Juan de Vetusta.

Don Álvaro Mesía es el último vértice del triángulo amoroso que se forma entre la Regenta y el Magistral. Considera a la Regenta como el mayor trofeo posible de sus múltiples conquistas. Es el jefe del partido liberal y presidente del Casino de Vetusta:
Mesía hablaba de la Regenta con Visita con más franqueza que con Paco. Su política tenía que ser diferente. Al Marquesito había que hablarle de amor puro, por los motivos explicados antes; a Visita de una conquista más. Comprendía don Álvaro que Visitación quería precipitar a la Regenta en el agujero negro donde habían caído ella y tantas otras. Visita era amiga de Ana desde que esta había venido a Vetusta con su tía doña Anunciación y con Ripamilán, el hoy Arcipreste. Admiraba a su amiguita, elogiaba su hermosura y su virtud; pero la hermosura la molestaba como a todas, y la virtud la volvía loca. Quería ver aquel armiño en el lodo. La aburría tanta alabanza. Toda Vetusta diciendo: «¡La Regenta, la Regenta es inexpugnable!». Al cabo llegaba a cansar aquella canción eterna. Hasta el modo de llamarla era tonto. ¡La Regenta! ¿Por qué? ¿No había otra? Ella lo había sido en Vetusta poco tiempo. Su marido había dejado la carrera muy pronto, ¿a qué venía aquello de Regenta por aquí, Regenta por allí? Poco tiempo tenía la mujer del empleado del Banco para consagrarle a estas malas pasiones de pura fantasía y mala intención; necesitaba la atención para la prosa de la vida que era bien difícil; pero algún desahogo había de tener: pues bien, este, procurar que Ana fuese al fin y al cabo como todas. No se separaba de ella en cuanto podía: a la iglesia, al paseo, al teatro, iban juntas casi siempre, aunque Ana iba pocas veces. La del Banco, desde que había descubierto algún interés por don Álvaro en su amiga y en Mesía deseos de vencer aquella virtud, no pensaba más que en precipitar lo que en su concepto era necesario. No creía a nadie capaz de resistir a su antiguo novio.
En cuanto estaban solos, hablaban de aquel asunto.
Álvaro negaba que hubiese por su parte amor; era un capricho fuerte arraigado en él por las dificultades.
Visita fingía preferir que fuese una pasión verdadera; disimulaba el placer íntimo que encontraba en las afirmaciones del otro.
-Ya lo sabes, Visita; amar no es para todas las edades.
-No hablemos de eso.
-Se quiere una vez y después... se las arregla uno como puede.
Mesía al decir esto encogía los hombros con un gesto de desesperación humorística que a él y a sus adoratrices se les antojaba muy interesante, byroniano (si las adoratrices sabían de Byron.)
-Y ella es hermosa, Alvarín, hermosa, hermosa; eso te lo juro yo.
-Sí, eso a la vista está.
-No, no todo está a la vista como comprendes. Y como ella no hace lo que esa otra (apuntaba con el dedo pulgar hacia atrás, donde se oía el cuchicheo de Paco y Obdulia), como Ana jamás se aprieta con cintas y poleas las enaguas y la falda... ni se embute... ¡Si la vieras!
-Me lo figuro.
-No es lo mismo.
Hubo una pausa. Y continuó Visita:
-¿Ves esa cara dulce, apacible, que sólo tiene algo de pasión en los ojos, y esa, como a la sombra debajo de las pestañas, contenida...?
-¿Verdad que tiene razón Frígilis?
-¿Qué dice ese sonámbulo?
-Que la Regenta se parece mucho a la Virgen de la Silla.
-Es verdad; la cara sí...
-Y la expresión; y aquel modo de inclinar la cabeza cuando está distraída; parece que está acariciando a un niño con la barba redonda y pura...
-¡Hola, hola! ¡el pintor!
Las chispas de los ojos de la jamona saltaron como las de un brasero aventado.
-¡Dice que no está enamorado y la compara con la Virgen!...
-Creo que la pobre siente mucho no tener un hijo.
Visita encogió los hombros, y después de pasar algo amargo que tenía en la garganta, dijo con voz ronca y rápida:
-Que lo tenga.
Mesía disimuló la repugnancia que le produjo aquella frase.
-Pero, ¡ay, Alvarín! ¡si la pudieras ver en su cuarto, sobre todo cuando le da un ataque de esos que la hacen retorcerse!... ¡Cómo salta sobre la cama! Parece otra... Entonces, no sé por qué, me explico yo el capricho de la piel de tigre que dicen que le regaló un inglés americano. ¿Te acuerdas de aquel baile fantástico que bailaban los Bufos que vinieron el año pasado?
-Sí, ¿qué?
-¿Te acuerdas de aquella danza de las Bacantes? Pues eso parece, sólo que mucho mejor; una bacante como serían las de verdad, si las hubo allá, en esos países que dicen. Eso parece cuando se retuerce. ¡Cómo se ríe cuando está en el ataque! Tiene los ojos llenos de lágrimas, y en la boca unos pliegues tentadores, y dentro de la remonísima garganta suenan unos ruidos, unos ayes, unas quejas subterráneas; parece que allá dentro se lamenta el amor siempre callado y en prisiones ¡qué sé yo! ¡Suspira de un modo, da unos abrazos a las almohadas! ¡Y se encoge con una pereza! Cualquiera diría que en los ataques tiene pesadillas, y que rabia de celos o se muere de amor... Ese estúpido de don Víctor con sus pájaros y sus comedias, y su Frígilis el de los gallos en injerto, no es un hombre. Todo esto es una injusticia; el mundo no debía ser así. Y no es así. Sois los hombres los que habéis inventado toda esa farsa.
Calló un poco, perdido el hilo del discurso, y añadió:
-Yo me entiendo.
Después de calmarse volvió a su asunto.
-¡Si la vieras! Es que no es así como se quiera. Verás... tiene los brazos...
Y describía minuciosamente, con los pormenores que ella podía explicar a un hombre que había sido su amante y era su camarada, todas las turgencias de Ana, su perfección plástica, los encantos velados, como decía Cármenes en el Lábaro. Pero les daba su nombre propio unas veces, y cuando no lo tenían, o ella lo ignoraba, usaba caprichosos diminutivos inventados en otro tiempo por Álvaro en el entusiasmo de las más dulces confianzas. Aquellos nombres, afeminados aunque fuesen masculinos, estaban grabados como si fuesen de fuego en la memoria de Visita; no salían a sus labios sino al hablar con Álvaro y pocas veces. Le sabían a gloria a la del Banco. Pero después le quedaba un dejo amargo... «Todo aquello ya como si no: el marido, los hijos, la plaza, los criados, el casero... ¡diablos coronados!».
Visita iba señalando en su cuerpo, sin coquetería, sin pensar en lo que hacía, las partes correspondientes de la Regenta, que describía con entusiasmo; y dijo al terminar su descripción apuntando hacia atrás:
-Se precia «esa otra» de buenas formas... ¡Buena comparación tiene!
La cita era sabia y oportuna. Visitación suponía a don Álvaro enterado de lo que era aquella otra ¡y no había comparación!
Quien ahora tragaba saliva era el Presidente del Casino, colorado como una amapola. Ya tenía él en sus ojos, casi siempre apagados, las chispas que saltaban de los de Visita.
-Pero te ha de costar mucho trabajo...
-Puede que no tanto -dijo Mesía, sin contenerse.
-Ella tragar... ya tragó el anzuelo.
-¿Crees tú?
-Sí, estoy segura. Pero no te fíes; puedes marcharte con una tajada y dejar el pez en el agua.
-Como yo vea el momento de tirar...
-Mucho tiempo llevas pensándolo.
-¿Quién te lo ha dicho?
-Estos.
Y puso los dedos sobre los ojos.
-Y lo de ella, ¿cómo lo sabes?
-¡Curiosón! ¡el que no está enamorado!...
-¿Enamorado? ni por pienso... pero es natural que quiera saber cómo está ella... para echar mis cuentas.
-Ella no está como un guante, pero por dentro andará la procesión. Menudean los ataques de nervios. Ya sabes que cuando se casó cesaron, que después volvieron, pero nunca con la frecuencia de ahora. Su humor es desigual. Exagera la severidad con que juzga a las demás, la aburre todo. ¡Pasa unas encerronas!
-¡Ta, ta, ta! eso no es decir nada.
-Es mucho.
-Nada en mi favor.
-¿Tú qué sabes? Mira, si le hablan de ti palidece o se pone como un tomate, enmudece y después cambia de conversación en cuanto puede hablar. En el teatro, en el momento en que tú vuelves la cara, te clava los ojos, y cuando el público está más atento a la escena y ella cree que nadie la observa, te clava los gemelos. Pero la observo yo; por curiosidad, claro; porque a mí, en último caso ¿qué? Su alma su palma.
-¿No eres su amiga íntima?
-Su amiga, sí. ¿Íntima? Ella no tiene más intimidades que las de dentro de su cabeza. Tiene ese defectillo; es muy cavilosa y todo se lo guarda. Por ella no sabré nunca nada.
Un momento de silencio.
-A no ser que ahora se lo cuente todo al Magistral... Ya sabrás que le ha tomado de confesor.
-Sí, eso dicen; creo que es cosa del Arcipreste que se cansa de asistir al confesonario.
-No, es cosa de ella; tiene otra vez sus proyectos de misticismo.
Visita llamaba misticismo a toda devoción que no fuera como la suya, que no era devoción.
-Ana, cuando chica, allá en Loreto, tuvo ya, según yo averigüé, arranques así... como de loca... y vio visiones... en fin desarreglos. Ahora vuelve; pero es por otra causa (y señaló al corazón.) Está enamorada, Alvarico, no te quepa duda.
Don Álvaro sintió un profundo y tiernísimo agradecimiento. ¡Le daban una fe en sí mismo aquellas palabras!
No quería saber más: o mejor, comprendió que nada positivo podía añadir Visita.
Vio en el rostro de aquella mujer una amargura que revelaban ciertos músculos, mientras otros luchaban por borrar aquel gesto. Su voz temblaba un poco. Daba lástima. A lo menos la sintió Mesía.
-Deja eso -dijo, acercándose a su amiga-. No hablemos de otros; hablemos de nosotros. Estás guapísima...
-¿Ahora... con esas? (Parecía que hablaba con lengua metálica.)
-Tontina... si tú no fueras tan desconfiada...
-¿Qué novedades son estas? -preguntaron los labios y la lengua de placas de acero.
-Novedades... ¿las llamas novedades... ingrata?
Don Álvaro acercó su rostro al de la dama golosa. Nadie pasaba por la calle. Era de las más desiertas; crecía yerba entre las piedras. Aquel silencio era el que llamaba solemne y aristocrático don Saturnino.
Los que estaban detrás, Obdulia y Paco, no veían; don Álvaro estaba seguro. Se aproximó más a Visita.
Sonó una bofetada; y después la carcajada estrepitosa de la del Banco, que dio un paso atrás, huyendo de don Álvaro.
-¡Loca!... ¡idiota!... -gimió Mesía limpiando su mejilla que sintió húmeda y pegajosa.
-¡Vuelve por otra! A mí que soy tambor de marina, como dice la Marquesa.
La dama, completamente tranquila, sonriente, se metió un terrón de azúcar en la boca.
Era su sistema. Se prohibía a sí misma, por desconfianza, las dulzuras de los engaños de amor, y los compensaba con golosinas, que «se pegaban al riñón».
Mesía recordó con tristeza, mezclada de remordimiento, la noche en que aquella mujer saltaba por un balcón, llena de fe y enamorada.

Propuesta de Actividades:

  1. ¿Qué relación hay entre Mesía y doña Visitación?
  2. ¿Qué razones llevan a ésta a estimular a Mesía a la conquista de la Regenta? ¿Cómo lo consigue?
  3. De nuevo, en el texto literario podemos conocer los pensamientos de doña Visitación gracias al uso del estilo indirecto libre. Señala estos pasajes en el texto. ¿Se consigue este efecto en el lenguaje cinematográfico? Justifica tu respuesta.
  4. La crítica literaria ha comentado siempre el erotismo presente en la novela de Clarín. Señala los pasajes del texto en los que se describe a la Regenta en los que se puede apreciar.
  5. Fíjate en estos mismos pasajes en la versión cinematográfica. ¿En cuál de las dos versiones se consigue mejor el efecto del erotismo? ¿Por qué?
  6. ¿Qué opinión tiene Mesía de doña Visita?¿Se puede considerar la relación entre ellos de sincera? Justifica tu respuesta.
  7. ¿Coinciden totalmente el texto literario y el cinematográfico? ¿En qué difieren uno y otro? ¿Habría alguna forma de incorporar al texto cinematográfico todos los elementos del texto literario?

El conflicto interno de la Regenta. Vetusta en el teatro.

En el teatro de Vetusta se representa el Tenorio de Zorrilla. La obra cautiva a Ana, que se siente identificada con doña Inés, al tiempo que la figura de don Juan parece adquirir los rasgos de don Álvaro Mesía. La presencia de la Regenta en el teatro el día de los difuntos da lugar a habladurías en los ambientes conservadores e hipócritas de Vetusta:
Cuando Ana Ozores se sentó en el palco de Vegallana, en el sitio de preferencia, que la Marquesa no quería ocupar nunca, en las plateas y principales hubo cuchicheos y movimiento. La fama de hermosa que gozaba y el verla en el teatro de tarde en tarde, explicaba, en parte, la curiosidad general. Pero además hacía algunas semanas que se hablaba mucho de la Regenta, se comentaba su cambio de confesor, que por cierto coincidía con el afán del señor Quintanar, de llevar a su mujer a todas partes. Se discutía si el Magistral haría de su partido a la de Ozores, si llegaría a dominar a don Víctor por medio de su esposa, como había hecho en casa de Carraspique. Algunos más audaces, más maliciosos, y que se creían más enterados, decían al oído de sus íntimos que no faltaba quien procurase contrarrestar la influencia del Provisor. Visitación y Paco Vegallana, que eran los que podían hablar con fundamento, guardaban prudente reserva; era Obdulia quien se daba aires de saber muchas cosas que no había.
-«¡La Regenta, bah! la Regenta será como todas... Las demás somos tan buenas como ella... pero su temperamento frío, su poco trato, su orgullo de mujer intachable, le hacen ser menos expansiva y por eso nadie se atreve a murmurar... Pero tan buena como ella son muchas...».
Las reticencias de la Fandiño eran todavía recibidas con desconfianza, en casi todas partes. Pero con motivo de condenar su mala lengua, corría de boca en boca, el asunto de sus murmuraciones vagas y cobardes. Obdulia meditaba poco lo que decía, hablaba siempre aturdida, por máquina, pensando en otra cosa; iba sacándole filo a la calumnia sin sospecharlo. Además el mayor crimen que podía haber en la Regenta, y no creía ella que a tanto llegase, era seguir la corriente. «En Madrid y en el extranjero, esto es el pan nuestro de cada día; pero en Vetusta fingen que se escandalizan de ciertas libertades de la moda, las mismas que se las toman de tapadillo, entre sustos y miedos, sin gracia, del modo cursi como aquí se hace todo. ¡Pero qué se puede esperar de unas mujeres que no se bañan, ni usan las esponjas más que para lavar a los bebés!». Obdulia, cuando hablaba con algún forastero, desahogaba su desprecio describiendo la hipocresía anticuada y la suciedad de las mujeres de Vetusta.
-«Créame usted, repetía, no sabe su cuerpo lo que es una esponja, se lavan como gatas y se la pegan al marido como en tiempo del rey que rabió. ¡Cuánta porquería y cuánta ignorancia!».
Ana, acostumbrada muchos años hacía, a la mirada curiosa, insistente y fría del público, no reparaba casi nunca en el efecto que producía su entrada en la iglesia, en el paseo, en el teatro. Pero la noche de aquel día de Todos los Santos, recibió como agradable incienso el tributo espontáneo de admiración; y no vio en él como otras veces, curiosidad estúpida, ni envidia ni malicia. Desde la aparición de don Álvaro en la plaza, el humor de Ana había cambiado, pasando de la aridez y el hastío negro y frío, a una región de luz y calor que bañaban y penetraban todas las cosas: aquellas bruscas transformaciones del ánimo, las atribuía supersticiosamente a una voluntad superior, que regía la marcha de los sucesos preparándolos, como experto autor de comedias, según convenía al destino de los seres. Esta idea que no aplicaba con entera fe a los demás, la creía evidente en lo que a ella misma le importaba; estaba segura de que Dios le daba de cuando en cuando avisos, le presentaba coincidencias para que ella aprovechase ocasiones, oyese lecciones y consejos. Tal vez era esto lo más profundo en la fe religiosa de Ana; creía en una atención directa, ostensible y singular de Dios a los actos de su vida, a su destino, a sus dolores y placeres; sin esta creencia no hubiera sabido resistir las contrariedades de una existencia triste, sosa, descaminada, inútil. Aquellos ocho años vividos al lado de un hombre que ella creía vulgar, bueno de la manera más molesta del mundo, maniático, insustancial; aquellos ocho años de juventud sin amor, sin fuego de pasión alguna, sin más atractivo que tentaciones efímeras, rechazadas al aparecer, creía que no hubiera podido sufrirlos a no pensar que Dios se los había mandado para probar el temple de su alma y tener en qué fundar la predilección con que la miraba. Se creía en sus momentos de fe egoísta, admirada por el Ojo invisible de la Providencia. El que todo lo ve y la veía a ella, estaba satisfecho, y la vanidad de la Regenta necesitaba esta convicción para no dejarse llevar de otros instintos, de otras voces que arrancándola de sus abstracciones, le presentaban imágenes plásticas de objetos del mundo, amables, llenas de vida y de calor.
Cuando descubrió en el confesonario del Magistral un alma hermana, un espíritu supra-vetustense capaz de llevarla por un camino de flores y de estrellas a la región luciente de la virtud, también creyó Ana que el hallazgo se lo debía a Dios, y como aviso celestial pensaba aprovecharlo.
Ahora, al sentir revolución repentina en las entrañas en presencia de un gallardo jinete, que venía a turbar con las corvetas de su caballo, el silencio triste de un día de marasmo, la Regenta no vaciló en creer lo que le decían voces interiores de independencia, amor, alegría, voluptuosidad pura, bella, digna de las almas grandes. Sus horas de rebelión nunca habían sido tan seguidas. Desde aquella tarde ningún momento había dejado de pensar lo mismo; que era absurdo que la vida pasase como una muerte, que el amor era un derecho de la juventud, que Vetusta era un lodazal de vulgaridades, que su marido era una especie de tutor muy respetable, a quien ella sólo debía la honra del cuerpo, no el fondo de su espíritu que era una especie de subsuelo, que él no sospechaba siquiera que existiese; de aquello que don Víctor llamaba los nervios, asesorado por el doctor don Robustiano Somoza, y que era el fondo de su ser, lo más suyo, lo que ella era, en suma, de aquello no tenía que darle cuenta. «Amaré, lo amaré todo, lloraré de amor, soñaré como quiera y con quien quiera; no pecará mi cuerpo, pero el alma la tendré anegada en el placer de sentir esas cosas prohibidas por quien no es capaz de comprenderlas». Estos pensamientos, que sentía Ana volar por su cerebro como un torbellino, sin poder contenerlos, como si fuesen voces de otro que retumbaban allí, la llenaban de un terror que la encantaba. Si algo en ella temía el engaño, veía el sofisma debajo de aquella gárrula turba de ideas sublevadas, que reclamaban supuestos derechos, Ana procuraba ahogarlo, y como engañándose a sí misma, la voluntad tomaba la resolución cobarde, egoísta, de «dejarse ir».
Así llegó al teatro. Había cedido a los ruegos de D. Álvaro y de D. Víctor sin saber cómo; temiendo que aquello era una cita y una promesa; y sin embargo iba. Cuando se vio sola delante del espejo en su tocador, se le figuró que la Ana de enfrente le pedía cuentas; y formulando su pensamiento en períodos completos dentro del cerebro, se dijo:
-«Bueno, voy; pero es claro que si voy me comprometo con mi honra a no dejar que ese hombre adquiera sobre mí derecho alguno; no sé lo que pasará allí, no sé hasta qué punto alcanza este aliento de libertad que ha venido de repente a inundar la sequedad de dentro; pero el ir yo al teatro es prueba de que allí no ha de haber pacto alguno que ofenda al decoro; no saldré de allí con menos honor que tengo».
Y después de pensar y resolver esto, se vistió y se peinó lo mejor que supo, y no volvió a poner en tela de juicio puntos de honra, peligros, ni compromisos de los que D. Víctor tanto gustaba ver en versos de Calderón y de Moreto.
El palco de Vegallana era una platea contigua a la del proscenio, que en Vetusta llamaban bolsa, porque la separa un tabique de las otras y queda aparte, algo escondida. La bolsa de enfrente -izquierda del actor-, era la de Mesía y otros elegantes del Casino; algunos banqueros, un título y dos americanos, de los cuales el principal era D. Frutos Redondo, sin duda alguna. Don Frutos no perdía función; a este le gustaba el verso, «el verso y tente tieso» como él decía, y se declaraba a sí mismo, con la autoridad de sus millones de pesos, inteligente de primera fuerza, en achaques de comedias y dramas. «¡No veo la tostada!» decía D. Frutos, que había aprendido esta frase poco culta y poco inteligible en los artículos de fondo de un periódico serio. «No veo la tostada», decía, refiriéndose a cualquier comedia en que no había una lección moral, o por lo menos no la había al alcance de Redondo; y en no viendo él la tostada, condenaba al autor y hasta decía que defraudaba a los espectadores, haciéndoles perder un tiempo precioso. De todas partes quería sacar provecho don Frutos, y prueba de ello es que decía, por ejemplo:
«Que Manrique se enamora de Leonor, y que el conde también se enamora, y se la disputan hasta que ella y el perdulario del poeta amén de la gitana, se van al otro barrio, ¿y qué? ¿qué enseña eso? ¿qué vamos aprendiendo? ¿qué voy yo ganando con eso? Nada».
A pesar de D. Frutos y sus altercados de crítica dramática, la bolsa de D. Álvaro, que así se llamaba en todas partes, era la más distinguida, la que más atraía las miradas de las mamás y de las niñas y también las de los pollos vetustenses que no podían aspirar a la honra de ser abonados en aquel rincón aristocrático, elegante, donde se reunían los hombres de mundo (en Vetusta el mundo se andaba pronto) presididos por el jefe del partido liberal dinástico. La mayor parte de los allí congregados, habían vivido en Madrid algún tiempo y todavía imitaban costumbres, modales y gestos que habían observado allá. Así es que a semejanza de los socios de un club madrileño, hablaban a gritos en su palco, conversaban con los cómicos a veces, decían galanterías o desvergüenzas a coristas y bailarinas, y se burlaban de los grandes ideales románticos que pasaban por la escena, mal vestidos, pero llenos de poesía. Todos eran escépticos en materia de moral doméstica, no creían en virtud de mujer nacida -salvo D. Frutos, que conservaba frescas sus creencias-, y despreciaban el amor consagrándose con toda el alma, o mejor, con todo el cuerpo, a los amoríos; creían que un hombre de mundo no puede vivir sin querida, y todos la tenían, más o menos barata; las cómicas eran la carnaza que preferían para tragar el anzuelo de la lujuria rebozado con la vanidad de imitar costumbres corrompidas de pueblos grandes. Bailarinas de desecho, cantatrices inválidas, matronas del género serio demasiado sentimentales en su juventud pretérita, eran perseguidas, obsequiadas, regaladas y hasta aburridas por aquellos seductores de campanario, incapaces los más de intentar una aventura sin el amparo de su bolsillo o sin contar con los humores herpéticos de la dama perseguida, o cualquier otra enfermedad física o moral que la hiciesen fácil, traída y llevada.
El único conquistador serio del bando era D. Álvaro y todos le envidiaban tanto como admiraban su fortuna y hermosa estampa. Pero nadie como Pepe Ronzal, alias Trabuco y antes El Estudiante, abonado de la bolsa de enfrente, la vecina al palco de Vegallana. Trabuco era el núcleo de la que se llamaba la otra bolsa y había procurado rivalizar en elegancia, sans façon y mundo con los de Mesía. Pero a su palco concurrían elementos heterogéneos, muchos de los cuales lo echaban todo a perder; y no eran escépticos sino cínicos, ni seductores más o menos auténticos, sino compradores de carne humana. Los abonados de esta otra bolsa eran Ronzal, Foja, Páez (que además tenía palco para su hija), Bedoya, un escribano famoso por su lujuria que le costaba mucho dinero, por su arte para descubrir vírgenes en las aldeas y por sus buenas relaciones con todas las Celestinas del pueblo; un escultor no comprendido, que no colocaba sus estatuas y se dedicaba a especulaciones de arqueólogo embustero; el juez de primera instancia, que se dividía a sí mismo en dos entidades, 1.ª el juez, incorruptible, intratable, puerco-espín sin pizca de educación, y 2.ª el hombre de sociedad, perseguidor de casadas de mala fama, consuelo de todas las que lloraban desengaños de amores desgraciados; y tres o cuatro vejetes verdes del partido conservador, concejales, que todo lo convertían en política. Pero si estos eran los que pagaban el palco, a él concurrían cuantos socios del Casino tenían amistad con cualquiera de ellos. Ronzal había protestado varias veces. -¡Señores, parece esto la cazuela! había dicho a menudo, pero en balde. Allí iba Joaquinito Orgaz, y cuantos sietemesinos madrileños pasaban por Vetusta, y hasta los que habían nacido y crecido en el pueblo y no lucían más que un barniz de la corte. Y como la bolsa del otro era respetada y sólo se atrevían a visitarla personas de posición, a Ronzal le llevaban los diablos. Desde su bolsa hasta se arrojaban perros-chicos a la escena, para exagerar la falta de compostura de los de enfrente. Algunos insolentes fumaban allí a vista del público y dejaban caer bolas de papel sobre alguna respetable calva de la orquesta. De vez en cuando les llamaban al orden desde el paraíso o desde las butacas, pero ellos despreciaban a la multitud y la miraban con aires de desafío. Hablaban con los amigos que ocupaban las bolsas de los palcos principales, y hacían señas ostentosas y nada pulcras a ciertas señoritas cursis que no se casaban nunca y vivían una juventud eterna, siempre alegres, siempre estrepitosas y siempre desdeñando las preocupaciones del recato. Estas damas eran pocas; la mayoría pecaban por el extremo de la seriedad insulsa, y en cuanto se veían expuestas a la contemplación del público, tomaban gestos y posturas de estatuas egipcias de la primera época.
Cuando había estreno de algún drama o comedia muy aplaudidos en Madrid, en el palco de Ronzal se discutía a grito pelado y solía predominar el criterio de un acendrado provincialismo, que parecía allí lo más natural tratándose de arte. No había salido de Vetusta ningún dramaturgo ilustre, y por lo mismo se miraba con ojeriza a los de fuera. Eso de que Madrid se quisiera imponer en todo, no lo toleraban en la bolsa de Ronzal. Se llegó en alguna ocasión a declarar que se despreciaba la comedia porque los madrileños la habían aplaudido mucho, y «en Vetusta no se admitían imposiciones de nadie», no se seguía un juicio hecho. La ópera, la ópera era el delirio de aquellos escribanos y concejales: pagaban un dineral por oír un cuarteto que a ellos se les antojaba contratado en el cielo y que sonaba como sillas y mesas arrastradas por el suelo con motivo de un desestero.
-¡Se acuerdan ustedes de la Pallavicini! ¡Qué voz de arcángel! -decía Foja, socarrón, escéptico en todo, pero creyente fanático en la música de los cuartetos de ópera de lance.
-¡Oh, como el barítono Battistini, yo no he oído nada! -respondía el escribano, que estimaba la voz de barítono, por lo varonil, más que la del tenor y la del bajo.
-Pues más varonil es la del bajo -decía Foja.
-No lo crea usted. ¿Y usted qué dice, Ronzal?
-Yo... distingo... si el bajo es cantante... Pero a mí no me vengan ustedes con música... ¿saben ustedes lo que yo digo? «Que la música es el ruido que menos me incomoda... ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Además, para tenor ahí tenemos a Castelar... ¡ja! ¡ja! ¡ja!».
El escribano reía también el chiste y los concejales sonreían, no por la gracia, si no por la intención.
Aunque el palco de los Marqueses tocaba con el de Ronzal, pocas veces los abonados del último se atrevían a entablar conversación con los Vegallana o quien allí estuviera convidado. Además de que el tabique intermedio dificultaba la conversación, los más no se atrevían, de hecho, a dar por no existente una diferencia de clases de que en teoría muchos se burlaban.
«Todos somos iguales, decían muchos burgueses de Vetusta, la nobleza ya no es nadie, ahora todo lo puede el dinero, el talento, el valor, etc., etc.»; pero a pesar de tanta alharaca, a los más se les conocía hasta en su falso desprecio que participaban desde abajo de las preocupaciones que mantenían los nobles desde arriba.
En cambio los de la bolsa de don Álvaro saludaban a los Vegallana; sonreían a la Marquesa, asestaban los gemelos a Edelmira y hacían señas al Marqués, y a Paco, que solían visitar aquel rincón comm'il faut.
También esto lo envidiaba Ronzal, que era amigo político de Vegallana; pero trataba poco a la Marquesa.
-¡Es demasiado borrico! -decía doña Rufina cuando le hablaban de Trabuco; y procuraba tenerle alejado tratándole con frialdad ceremoniosa.
Ronzal se vengaba diciendo que la Marquesa era republicana y que escribía en La Flaca de Barcelona, y que había sido una cualquier cosa en su juventud. Estas calumnias le servían de desahogo y si le preguntaban el motivo de su inquina, contestaba: «Señores, yo me debo a la causa que defiendo, y veo con tristeza, con grande, con profunda tristeza que esa señora, la Marquesa, doña Rufina, en una palabra, desacredita el partido conservador-dinástico de Vetusta».
Después de saborear el tributo de admiración del público, Ana miró a la bolsa de Mesía. Allí estaba él, reluciente, armado de aquella pechera blanquísima y tersa, la envidia de las envidias de Trabuco. En aquel momento don Juan Tenorio arrancaba la careta del rostro de su venerable padre; Ana tuvo que mirar entonces a la escena, porque la inaudita demasía de don Juan había producido buen efecto en el público del paraíso que aplaudía entusiasmado. Perales, el imitador de Calvo, saludaba con modesto ademán algo sorprendido de que se le aplaudiese en escena que no era de empeño.
-¡Mire usted el pueblo! -dijo un concejal de la otra bolsa, volviéndose a Foja, el ex-alcalde liberal.
-¿Qué tiene el pueblo?
-¡Que es un majadero! Aplaude la gran felonía de arrancar la careta a un enmascarado...
-Que resulta padre -añadió Ronzal-; circunstancia agravante.
-El hombre abandonado a sus instintos es naturalmente inmoral, y como el pueblo no tiene educación...
El juez aprobó con la cabeza, sin separar los ojos de los gemelos con que apuntaba a Obdulia, vestida de negro y rojo y sentada sobre tres almohadones en un palco contiguo al de Mesía.
Ana empezó a hacerse cargo del drama en el momento en que Perales decía con un desdén gracioso y elegante:
Son pláticas de familia
de las que nunca hice caso...

Era el cómico alto, rubio -aquella noche- flexible, elegante y suelto, lucía buena pierna, y le sentaba de perlas el traje fantástico, con pretensiones de arqueológico, que ceñía su figura esbelta. Don Víctor estaba enamorado de Perales; él no había visto a Calvo y el imitador le parecía excelente intérprete de las comedias de capa y espada. Le había oído decir con énfasis musical las décimas de La vida es sueño, le había admirado en El desdén con el desdén, declamando con soltura y gran meneo de brazos y piernas las sutiles razones que comienzan así:
Y porque veáis que es error
que haya en el mundo quien crea
que el que quiere lisonjea,
escuchad lo que es amor.
y concluyen:
A su propia conveniencia
dirige amor su fatiga,
luego es clara consecuencia
que ni con amor se obliga
ni con su correspondencia.

Y don Víctor le reputaba excelentísimo cómico. No paró hasta que se lo presentaron; y a su casa le hubiera hecho ir si su mujer fuera otra. En general don Víctor envidiaba a todo el que dejaba ver la contera de una espada debajo de una capa de grana, aunque fuese en las tablas y sólo de noche. Conoció que Anita contemplaba con gusto los ademanes y la figura de don Juan y se acercó a ella el buen Quintanar diciéndole al oído con voz trémula por la emoción:
-¿Verdad, hijita, que es un buen mozo? ¡Y qué movimientos tan artísticos de brazo y pierna!... Dicen que eso es falso, que los hombres no andamos así... ¡Pero debiéramos andar! y así seguramente andaríamos y gesticularíamos los españoles en el siglo de oro, cuando éramos dueños del mundo; esto ya lo decía más alto para que lo oyeran todos los presentes. Bueno estaría que ahora que vamos a perder a Cuba, resto de nuestras grandezas, nos diéramos esos aires de señores y midiéramos el paso...
La Regenta no oía a su marido; el drama empezaba a interesarla de veras; cuando cayó el telón, quedó con gran curiosidad y deseó saber en qué paraba la apuesta de don Juan y Mejía.
En el primer entreacto D. Álvaro no se movió de su asiento; de cuando en cuando miraba a la Regenta, pero con suma discreción y prudencia, que ella notó y le agradeció. Dos o tres veces se sonrieron y sólo la última vez que tal osaron, sorprendió aquella correspondencia Pepe Ronzal, que, como siempre, seguía la pista a los telégrafos de su aborrecido y admirado modelo.
Trabuco se propuso redoblar su atención, observar mucho y ser una tumba, callar como un muerto. «¡Pero aquello era grave, muy grave!». Y la envidia se lo comía.
Empezó el segundo acto y D. Álvaro notó que por aquella noche tenía un poderoso rival: el drama. Anita comenzó a comprender y sentir el valor artístico del D. Juan emprendedor, loco, valiente y trapacero de Zorrilla; a ella también la fascinaba como a la doncella de doña Ana de Pantoja, y a la Trotaconventos que ofrecía el amor de Sor Inés como una mercancía... La calle obscura, estrecha, la esquina, la reja de doña Ana... los desvelos de Ciutti, las trazas de D. Juan; la arrogancia de Mejía; la traición interina del Burlador, que no necesitaba, por una sola vez, dar pruebas de valor; los preparativos diabólicos de la gran aventura, del asalto del convento, llegaron al alma de la Regenta con todo el vigor y frescura dramáticos que tienen y que muchos no saben apreciar o porque conocen el drama desde antes de tener criterio para saborearle y ya no les impresiona, o porque tienen el gusto de madera de tinteros; Ana estaba admirada de la poesía que andaba por aquellas callejas de lienzo, que ella transformaba en sólidos edificios de otra edad; y admiraba no menos el desdén con que se veía y oía todo aquello desde palcos y butacas; aquella noche el paraíso, alegre, entusiasmado, le parecía mucho más inteligente y culto que el señorío vetustense.
Ana se sentía transportada a la época de D. Juan, que se figuraba como el vago romanticismo arqueológico quiere que haya sido; y entonces volviendo al egoísmo de sus sentimientos, deploraba no haber nacido cuatro o cinco siglos antes... «Tal vez en aquella época fuera divertida la existencia en Vetusta; habría entonces conventos poblados de nobles y hermosas damas, amantes atrevidos, serenatas de Trovadores en las callejas y postigos; aquellas tristes, sucias y estrechas plazas y calles tendrían, como ahora, aspecto feo, pero las llenaría la poesía del tiempo, y las fachadas ennegrecidas por la humedad, las rejas de hierro, los soportales sombríos, las tinieblas de las rinconadas en las noches sin luna, el fanatismo de los habitantes, las venganzas de vecindad, todo sería dramático, digno del verso de un Zorrilla; y no como ahora suciedad, prosa, fealdad desnuda». Comparar aquella Edad media soñada -ella colocaba a D. Juan Tenorio en la Edad media por culpa de Perales- con los espectadores que la rodeaban a ella en aquel instante, era un triste despertar. Capas negras y pardas, sombreros de copa alta absurdos, horrorosos... todo triste, todo negro, todo desmañado, sin expresión... frío... hasta D. Álvaro parecíale entonces mezclado con la prosa común. ¡Cuánto más le hubiera admirado con el ferreruelo, la gorra y el jubón y el calzón de punto de Perales!... Desde aquel momento vistió a su adorador con los arreos del cómico, y a este en cuanto volvió a la escena le dio el gesto y las facciones de Mesía, sin quitarle el propio andar, la voz dulce y melódica y demás cualidades artísticas.
El tercer acto fue una revelación de poesía apasionada para doña Ana. Al ver a doña Inés en su celda, sintió la Regenta escalofríos; la novicia se parecía a ella; Ana lo conoció al mismo tiempo que el público; hubo un murmullo de admiración y muchos espectadores se atrevieron a volver el rostro al palco de Vegallana con disimulo. La González era cómica por amor; se había enamorado de Perales, que la había robado; casados en secreto, recorrían después todas las provincias, y para ayuda del presupuesto conyugal la enamorada joven, que era hija de padres ricos, se decidió a pisar las tablas; imitaba a quien Perales la había mandado imitar, pero en algunas ocasiones se atrevía a ser original y hacía excelentes papeles de virgen amante. Era muy guapa, y con el hábito blanco de novicia, la cabeza prisionera de la rígida toca, muy coloradas las mejillas, lucientes los ojos, los labios hechos fuego, las manos en postura hierática y la modestia y castidad más límpida en toda la figura, interesaba profundamente. Decía los versos de doña Inés con voz cristalina y trémula, y en los momentos de ceguera amorosa se dejaba llevar por la pasión cierta -porque se trataba de su marido- y llegaba a un realismo poético que ni Perales ni la mayor parte del público eran capaces de apreciar en lo mucho que valía.
Doña Ana sí; clavados los ojos en la hija del Comendador, olvidada de todo lo que estaba fuera de la escena, bebió con ansiedad toda la poesía de aquella celda casta en que se estaba filtrando el amor por las paredes. « ¡Pero esto es divino!» dijo volviéndose hacia su marido, mientras pasaba la lengua por los labios secos. La carta de don Juan escondida en el libro devoto, leída con voz temblorosa primero, con terror supersticioso después, por doña Inés, mientras Brígida acercaba su bujía al papel; la proximidad casi sobrenatural de Tenorio, el espanto que sus hechizos supuestos producen en la novicia que ya cree sentirlos, todo, todo lo que pasaba allí y lo que ella adivinaba, producía en Ana un efecto de magia poética, y le costaba trabajo contener las lágrimas que se le agolpaban a los ojos.
«¡Ay! sí, el amor era aquello, un filtro, una atmósfera de fuego, una locura mística; huir de él era imposible; imposible gozar mayor ventura que saborearle con todos sus venenos. Ana se comparaba con la hija del Comendador; el caserón de los Ozores era su convento, su marido la regla estrecha de hastío y frialdad en que ya había profesado ocho años hacía... y don Juan... ¡don Juan aquel Mesía que también se filtraba por las paredes, aparecía por milagro y llenaba el aire con su presencia!».
Entre el acto tercero y el cuarto don Álvaro vino al palco de los marqueses.
Ana al darle la mano tuvo miedo de que él se atreviera a apretarla un poco, pero no hubo tal; dio aquel tirón enérgico que él siempre daba, siguiendo la moda que en Madrid empezaba entonces; pero no apretó. Se sentó a su lado, eso sí, y al poco rato hablaban aislados de la conversación general.
Don Víctor había salido a los pasillos a fumar y disputar con los pollastres vetustenses que despreciaban el romanticismo y citaban a Dumas y Sardou, repitiendo lo que habían oído en la corte.
Ana, sin dar tiempo a don Álvaro para buscar buena embocadura a la conversación, dejó caer sobre la prosaica imaginación del petimetre, el chorro abundante de poesía que había bebido en el poema gallardo, fresco, exuberante de hermosura y color del maestro Zorrilla.
La pobre Regenta estuvo elocuente; se figuró que el jefe del partido liberal dinástico la entendía, que no era como aquellos vetustenses de cal y canto que hasta se sonreían con lástima al oír tantos versos «bonitos, sonorosos, pero sin miga», según aseguró don Frutos en el palco de la marquesa.
A Mesía le extrañó y hasta disgustó el entusiasmo de Ana. ¡Hablar del Don Juan Tenorio como si se tratase de un estreno! ¡Si el Don Juan de Zorrilla ya sólo servía para hacer parodias!... No fue posible tratar cosa de provecho, y el tenorio vetustense procuró ponerse en la cuerda de su amiga y hacerse el sentimental disimulado, como los hay en las comedias y en las novelas de Feuillet: mucho sprit que oculta un corazón de oro que se esconde por miedo a las espinas de la realidad... esto era el colmo de la distinción según lo entendía don Álvaro, y así procuró aquella noche presentarse a la Regenta, a quien «estaba visto que había que enamorar por todo lo alto».
Ana que se dejaba devorar por los ojos grises del seductor y le enseñaba sin pestañear los suyos, dulces y apasionados, no pudo en su exaltación notar el amaneramiento, la falsedad del idealismo copiado de su interlocutor; apenas le oía, hablaba ella sin cesar, creía que lo que estaba diciendo él coincidía con las propias ideas; este espejismo del entusiasmo vidente, que suele aparecer en tales casos, fue lo que valió a don Álvaro aquella noche. También le sirvió mucho su hermosura varonil y noble, ayudada por la expresión de su pasioncilla, en aquel momento irritada. Además el rostro del buen mozo, sobre ser correcto, tenía una expresión espiritual y melancólica, que era puramente de apariencia; combinación de líneas y sombras, algo también las huellas de una vida malgastada en el vicio y el amor. -Cuando comenzó el cuarto acto, Ana puso un dedo en la boca y sonriendo a don Álvaro le dijo:
-¡Ahora, silencio! Bastante hemos charlado... déjeme usted oír.
-Es que... no sé... si debo despedirme...
-No... no... ¿por qué? -respondió ella, arrepentida al instante de haberlo dicho.
-No sé si estorbaré, si habrá sitio...
-Sitio sí, porque Quintanar está en la bolsa de ustedes... mírele usted.
Era verdad; estaba allí disputando con don Frutos, que insistía en que el Don Juan Tenorio carecía de la miga suficiente.
Don Álvaro permaneció junto a la Regenta.
Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco y tentador con su vello negro algo rizado y el nacimiento provocador del moño que subía por la nuca arriba con graciosa tensión y convergencia del cabello. Dudaba don Álvaro si debía en aquella situación atreverse a acercarse un poco más de lo acostumbrado. Sentía en las rodillas el roce de la falda de Ana, más abajo adivinaba su pie, lo tocaba a veces un instante. «Ella estaba aquella noche... en punto de caramelo» (frase simbólica en el pensamiento de Mesía), y con todo no se atrevió. No se acercó ni más ni menos; y eso que ya no tenía allí caballo que lo estorbase. «¡Pero la buena señora se había sublimizado tanto! y como él, por no perderla de vista, y por agradarla, se había hecho el romántico también, el espiritual, el místico... ¡quién diablos iba ahora a arriesgar un ataque personal y pedestre!... ¡Se había puesto aquello en una tessitura endemoniada!». Y lo peor era que no había probabilidades de hacer entrar, en mucho tiempo, a la Regenta por el aro; ¿quién iba a decirle: «bájese usted, amiga mía, que todo esto es volar por los espacios imaginarios»? Por estas consideraciones, que le estaban dando vergüenza, que le parecían ridículas al cabo, don Álvaro resistió el vehemente deseo de pisar un pie a la Regenta o tocarle la pierna con sus rodillas...
Que era lo que estaba haciendo Paquito con Edelmira, su prima. La robusta virgen de aldea parecía un carbón encendido, y mientras don Juan, de rodillas ante doña Inés, le preguntaba si no era verdad que en aquella apartada orilla se respiraba mejor, ella se ahogaba y tragaba saliva, sintiendo el pataleo de su primo y oyéndole, cerca de la oreja, palabras que parecían chispas de fragua. Edelmira, a pesar de no haber desmejorado, tenía los ojos rodeados de un ligero tinte obscuro. Se abanicaba sin punto de reposo y tapaba la boca con el abanico cuando en medio de una situación culminante del drama se le antojaba a ella reírse a carcajadas con las ocurrencias del Marquesito, que tenía unas cosas...
Para Ana el cuarto acto no ofrecía punto de comparación con los acontecimientos de su propia vida... ella aún no había llegado al cuarto acto. «¿Representaba aquello lo porvenir? ¿Sucumbiría ella como doña Inés, caería en los brazos de don Juan loca de amor? No lo esperaba; creía tener valor para no entregar jamás el cuerpo, aquel miserable cuerpo que era propiedad de don Víctor sin duda alguna. De todas suertes, ¡qué cuarto acto tan poético! El Guadalquivir allá abajo... Sevilla a lo lejos... La quinta de don Juan, la barca debajo del balcón... la declaración a la luz de la luna... ¡Si aquello era romanticismo, el romanticismo era eterno!...». Doña Inés decía:
Don Juan, don Juan, yo lo imploro
de tu hidalga condición...
Estos versos que ha querido hacer ridículos y vulgares, manchándolos con su baba, la necedad prosaica, pasándolos mil y mil veces por sus labios viscosos como vientre de sapo, sonaron en los oídos de Ana aquella noche como frase sublime de un amor inocente y puro que se entrega con la fe en el objeto amado, natural en todo gran amor. Ana, entonces, no pudo evitarlo, lloró, lloró, sintiendo por aquella Inés una compasión infinita. No era ya una escena erótica lo que ella veía allí; era algo religioso; el alma saltaba a las ideas más altas, al sentimiento purísimo de la caridad universal... no sabía a qué; ello era que se sentía desfallecer de tanta emoción.
Las lágrimas de la Regenta nadie las notó. Don Álvaro sólo observó que el seno se le movía con más rapidez y se levantaba más al respirar. Se equivocó el hombre de mundo; creyó que la emoción acusada por aquel respirar violento la causaba su gallarda y próxima presencia, creyó en un influjo puramente fisiológico y por poco se pierde... Buscó a tientas el pie de Ana... en el mismo instante en que ella, de una en otra, había llegado a pensar en Dios, en el amor ideal, puro, universal que abarcaba al Creador y a la criatura... Por fortuna para él, Mesía no encontró, entre la hojarasca de las enaguas, ningún pie de Anita, que acababa de apoyar los dos en la silla de Edelmira.
El altercado de don Juan y el Comendador hizo a la Regenta volver a la realidad del drama y fijarse en la terquedad del buen Ulloa; como se había empeñado la imaginación exaltada en comparar lo que pasaba en Vetusta con lo que sucedía en Sevilla, sintió supersticioso miedo al ver el mal en que paraban aquellas aventuras del libertino andaluz; el pistoletazo con que don Juan saldaba sus cuentas con el Comendador le hizo temblar; fue un presentimiento terrible. Ana vio de repente, como a la luz de un relámpago, a don Víctor vestido de terciopelo negro, con jubón y ferreruelo, bañado en sangre, boca arriba, y a don Álvaro con una pistola en la mano, enfrente del cadáver.
La Marquesa dijo después de caer el telón que ella no aguantaba más Tenorio.
-Yo me voy, hijos míos; no me gusta ver cementerios ni esqueletos; demasiado tiempo le queda a uno para eso. Adiós. Vosotros quedaos si queréis... ¡Jesús! las once y media, no se acaba esto a las dos...
Ana, a quien explicó su esposo el argumento de la segunda parte del drama, prefirió llevar la impresión de la primera que la tenía encantada, y salió con la Marquesa y Mesía.
Edelmira se quedó con don Víctor y Paco.
-Yo llevaré a la niña y usted déjeme a ésa en casa, señora Marquesa -dijo Quintanar.
Mesía se despidió al dejar dentro del coche a las damas. Entonces apretó un poco la mano de Anita que la retiró asustada.
Don Álvaro se volvió al palco del Marqués a dar conversación a don Víctor. Eran panes prestados: Paco necesitaba que le distrajeran a Quintanar para quedarse como a solas con Edelmira; Mesía, que tantas veces había utilizado servicios análogos del Marquesito, fue a cumplir con su deber.
Además, siempre que se le ofrecía, aprovechaba la ocasión de estrechar su amistad con el simpático aragonés que había de ser su víctima, andando el tiempo, o poco había de poder él.
Con mil amores acogió Quintanar al buen mozo y le expuso sus ideas en punto a literatura dramática, concluyendo como siempre con su teoría del honor según se entendía en el siglo de oro, cuando el sol no se ponía en nuestros dominios.
-Mire usted -decía don Víctor, a quien ya escuchaba con interés don Álvaro- mire usted, yo ordinariamente soy muy pacífico. Nadie dirá que yo, ex-regente de Audiencia, que me jubilé casi por no firmar más sentencias de muerte, nadie dirá, repito que tengo ese punto de honor quisquilloso de nuestros antepasados, que los pollastres de ahí abajo llaman inverosímil; pues bien, seguro estoy, me lo da el corazón, de que si mi mujer -hipótesis absurda- me faltase... se lo tengo dicho a Tomás Crespo muchas veces... le daba una sangría suelta.
(-¡Animal! -pensó don Álvaro.)
-Y en cuanto a su cómplice... ¡oh! en cuanto a su cómplice... Por de pronto yo manejo la espada y la pistola como un maestro; cuando era aficionado a representar en los teatros caseros -es decir cuando mi edad y posición social me permitían trabajar, porque la afición aún me dura- comprendiendo que era muy ridículo batirse mal en las tablas, tomé maestro de esgrima y dio la casualidad de que demostré en seguida grandes facultades para el arma blanca. Yo soy pacífico, es verdad, nunca me ha dado nadie motivo para hacerle un rasguño... pero figúrese usted... el día que... Pues lo mismo y mucho más puedo decir de la pistola. Donde pongo el ojo... pues bien, como decía, al cómplice lo traspasaba; sí, prefiero esto; la pistola es del drama moderno, es prosaica; de modo que le mataría con arma blanca... Pero voy a mi tesis... Mi tesis era... ¿qué?... ¿usted recuerda?
Don Álvaro no recordaba, pero lo de matar al cómplice con arma blanca le había alarmado un poco.
Cuando Mesía ya cerca de las tres, de vuelta del Casino, trataba de llamar al sueño imaginando voluptuosas escenas de amor que se prometía convertir en realidad bien pronto, al lado de la Regenta, protagonista de ellas, vio de repente, y ya casi dormido, la figura vulgar y bonachona de don Víctor. Pero le vio entre los primeros disparates del ensueño, vestido de toga y birrete, con una espada en la mano. Era la espada de Perales en el Tenorio, de enormes gavilanes.
Anita no recordaba haber soñado aquella noche con don Álvaro. Durmió profundamente.

Propuesta de Actividades:

  1. El texto se puede dividir en varias partes: el ambiente del teatro y la descripción de la sociedad de Vetusta en él; el proceso interno de la Regenta al verse reflejada en la obra, y el intento de aproximación de Mesía. Señala en el texto cada una de las partes.
  2. En cuanto a la sociedad vetustense en el teatro. ¿Cuántos grupos sociales se nos describen? ¿Cuáles son sus principales rasgos? Indícalo.
  3. ¿Cómo pinta el autor a los diferentes grupos sociales? ¿Se hace algún tipo de crítica por su parte? ¿De qué aspectos? Indícalo.
  4. En cuanto a la Regenta, su interés por la representación a la que asiste no es igual al principio que al final. Comenta su evolución psicológica a medida que se va interesando por la obra.
  5. Se dice que el teatro tiene un valor catárquico, es decir, un valor de purificación, liberación o transformación interior. ¿Cómo es este cambio en el caso concreto de la Regenta? ¿Cómo se consigue ese efecto en el texto cinematográfico y en el texto literario? ¿Qué lenguaje crees que consigue transmitir mejor ese efecto? Justifica tu respuesta.
  6. En cuanto a don Álvaro Mesía. ¿Le interesa realmente la representación? ¿Para qué utiliza el teatro?
  7. Gracias al estilo indirecto libre vamos descubriendo la verdadera personalidad de los personajes, entre ellos la de Mesía. ¿Es sincera su actitud hacia don Víctor Quintanar? ¿Por qué?
  8. La crítica ha interpretado la novela de Clarín como un conflicto de amor y honor a la manera del teatro barroco. El personaje de don Víctor Quintanar también es muy aficionado a este tipo de teatro. ¿Crees que hay alguna relación entre el conflicto amoroso de la Regenta con el mito de don Juan Tenorio y el teatro barroco? Explícalo.
  9. Comenta alguno de los personajes secundarios que aparecen en este pasaje.

Una reflexión final.

Las actividades de este blog pueden considerarse un tipo de guía de lectura de la novela, pero teniendo en cuenta en todo momento las relaciones entre literatura y cine. Para ello he tratado de abarcar toda la obra analizando los pasajes que considero más significativos en cuanto al triángulo amoroso que se forma en torno a la Regenta, el Magistral y Mesía. No obstante, hay que decir que no le hago justicia a la novela porque se han dejado innumerables elementos sin analizar: algunos personajes tan significativos para la trama como la criada de los Quintanar, Petra, o el fiel amigo de don Víctor, Frígilis; o los numerosísimos personajes secundarios que representan a la sociedad de Vetusta y sus ambientes, los religiosos, el Casino o el pueblo llano. También se ha pasado por alto la lectura metaliteraria de la obra en lo que respecta al quijotismo de Quintanar y su dimensión como personaje del teatro barroco y, en fin, numerosísimos elementos diseminados a lo largo de tan rica y extensa novela, con más de quinientas páginas. No en vano, para gran parte de la crítica, la Regenta es la mejor novela en lengua castellana del siglo XIX. En todo caso el objetivo principal de este blog era estimular en los estudiantes el gusto por la lectura y por la literatura. Así sea.

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Profesor de Lengua y Literatura en el IES Lope de Vega, Madrid.